Capitulo 5
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El jefe en relación a Damián, sentía una especie de debilidad moral. El jefe sabía que Damián tenía una especie de dominio sobre él, y había empezado a ignorarlo. Era el dominio de esos y muchos otros temas que le daban la superioridad a Damián sobre el jefe, y sobre muchos de la comitiva inmediata del jefe.
Por otra parte, Silverio percibía que Damián tenía ese ascendente intelectual y se sentía como que había que buscar la manera de opacarlo de todas las formas posibles a Damián. Así, una vez, Silverio se había hecho acompañar dos veces de Mateo, para ir en contra de Damián. Pero no había podido avanzar lo suficiente para dar con un golpe certero en esa necesidad de Silverio de aplastar a su adversario en conocimientos. Mientras tanto Silverio iba avanzando en puestos. La ventaja que tenía Damián era que Mateo sentía mucho respeto por Damián, y no se atrevía hacer nada en su contra. Algo había en Damián, que también Mateo se sentía sumiso. Era su aval de intelectual y su gran capacidad de estar al día en todo. Eso le generaba mucho respeto a Mateo.
-- ¡Damián es un hombre muy preparado! – comentaba Mateo cuando tenía la oportunidad de hablar sobre Damián.
-- ¡Pero es muy arrogante! –le había añadido al comentario Silverio en esa oportunidad.
Existía, sin embargo, entre Mateo y Damián una relación de amistad muy especial. Eran muy opuestos en todo. Pero los unía una especial relación, a pesar de las diferencias. Así, Mateo era muy ceremonioso en su actuar, y en todo buscaba cuidarse. Era muy pronto para alagar a sus superiores. Mateo era demasiado calculador y en todo iba con paso firme. Era muy meticuloso en asuntos de administración y papeleos. Mateo había estado casado y era viudo soltero. Tenía tres hijos, a los que había terminado de criar en viudez. Les había dado a sus tres hijos una formación ciudadana ejemplar, y cada uno ya tenía su vida familiar independiente. Mateo se desvivía por sus nietos, a quienes adoraba con gratitud y emoción. Mateo estaba cerca de los 68 años de edad. En sus tiempos de mozo había desempeñado varios cargos en una empresa transnacional de gran prestigio. Ahí Mateo había ido realizando varios trabajos, pero por su entereza y dedicación se había ido ganando la confianza de la gerencia general, y había llegado a ejercer el cargo de vice-gerente de esa compañía, en esa zona de donde la empresa tenía sucursales. Mateo había hecho algunas inversiones, y junto con su cuñado había levantado una red de ópticas en toda esa región del país. Por razones de la mala administración de su cuñado y por su tendencia a la bebida, Mateo había tenido que declarar en litigio la sociedad con su cuñado y entrar en grandes peleas legales. Mateo había cedido la parte del porcentaje a su cuñado, por sugerencia de los propios hijos de Mateo. Aquellas confrontaciones legales habían sido muy lastimeras, como sucede siempre en esos casos. Mateo iba dando pasos firmes y seguros en cuanto a lo de asegurarse un futuro sólido en lo económico, y había invertido en una tienda de computadoras, en la que había dejado la administración en su segunda hija, quien ya se había casado y le había dado a Mateo tres hermosos nietos, y que eran la locura sentimental para Mateo. Mateo no dejaba pasar oportunidad para ir a visitar su hija y a sus nietos, a la ciudad donde vivían, que distaba una hora y media. Mateo regresaba fortalecido por esa experiencia de abuelo y de familia, una o dos veces al mes, o cada vez que tenía chance de ir a verlos para disfrutar de ese encanto rejuvenecedor que significa el encuentro con los de su propia sangre; más si estos son todavía niños, pues con sus encantos los niños inundan todo de una alegría y algarabía especiales.
Mateo vivá solo en su casa. Una señora de servicio doméstico venía todos los días a preparar el almuerzo y a desempeñar los tareas de limpieza y mantenimiento de la casa. La hija mayor de Mateo vivía a dos casas de la de Mateo. La hija mayor trabajaba como docente en uno de los colegios de gran prestigio de la ciudad. Y su esposo era técnico en reparación de computadoras, y tenía un taller ambulante. Algunas veces era el yerno de Mateo el que lo llevaba al trabajo, y en las tardes pasaba por él para llevarlo a su casa. Todos los domingos la hija mayor de Mateo, su esposo y sus dos hijos iban a la casa de Mateo para pasar la tarde. Mateo disfrutaba sobremanera aquellas tertulias dominicales. Por lo general era el propio Mateo quien preparaba la cena de cada domingo. Los nietos de Mateo se sentían mimados y consentidos por su abuelo, que los adoraba encarnecidamente, como adoran los abuelos a sus nietos, pues representan para los abuelos una especie de encarnación de su historia de esfuerzos, desvelos y trabajos y de amor correspondido. Mateo veía en sus nietos, tanto los de la ciudad vecina, como los de la misma ciudad, una pequeña materialización del amor habido entre él y Débora, que era como se llamaba su esposa difunta. Cada vez que los miraba, en su imaginación conversaba con su esposa y le hacía comentarios graciosos, como lo de resaltar la belleza de sus nietos, y los parecidos con ella.
-- ¡Son bellos porque se parecen a ti! -- se decía Mateo en sus conversaciones silenciosas!
-- ¡Ay, chica, si los viera! ¡Qué encanto de muchachos! -- Y algunas veces Mateo sentía resbalar por sus mejillas unas gotitas calientes de lágrimas de amor y de nostalgia por la esposa que ya no estaba físicamente, pero que nunca había dejado de estar en su corazón eternamente enamorado. Débora había muerto tras una penosa enfermedad de cáncer, cuando la más grande de las hijas tenía apenas diez años de edad. Le seguían los otros dos hijos, una de ocho, y el otro de seis. Mateo se había dedicado con todo el esmero a su educación y crianza, con la ayuda de la suegra que había sido de gran apoyo. Mateo había prometido no volver a casarse. Y no por falta de oportunidades, sino por amor a Débora, de quien estaba hechizado hasta lo más profundo del tuétano de sus huesos, y no corría por ellos sino amor eterno. Mateo, por entonces, era un hombre de unos treinta y cinco años. Era alto y muy bien parecido, y si se lo hubiese propuesto, hubiera conseguido más de una candidata a ser la compañera por el resto de su vida, muy a pesar de los tres hijos con los que tendría que lidiar. Mateo pensaba que nadie iría a querer a sus hijos. Mejor los criaba él solo, con la ayuda de la abuela materna. Así lo había hecho. Ahora, Mateo gozaba de una buena posición económica, por de más de holgada, y sus hijos ya le habían regalado unos hermosos nietos, para alegría suya y de la difunta Débora, quien se mantenía perennemente presente en todas las actividades de Mateo.
Mateo había desempeñado el cargo de gerente en la última empresa donde había trabajado. Mateo era un hombre muy organizado y su dominio de la administración de la economía lo hacían intachable. Con ese aval en su haber, había pasado a trabajar en la empresa donde ahora desempeñaba el cargo de secretario y de administrador. En esta nueva empresa tendría alrededor de diez o doce años. Y habían tenido que acudir a su experiencia para poder colocar orden, ya que, mientras tanto Silverio y Eugenio, quienes eran los que habían estado a cargo de esas tareas, las venían haciendo sin atino y sin acierto. En ese mientras de Silverio y Eugenio, las cosas se habían caracterizado por la improvisación y la falta de organización. Había habido una especie de camaradería entre Silverio y Eugenio, y no había un esmero en sus funciones. El jefe había delegado en ellos tan grande responsabilidad, y estos dos no tenían las capacidades suficientes para desempeñarlas a cabalidad y eficiencia. Había una especie de caos organizacional y una especie de confusión de funciones.
-- ¡Aquí está faltando jefe! – había comentado alguna vez Matías, en susurro tímido a Jesús, al salir de una de las reuniones mensuales.
-- ¡Estoy de acuerdo contigo! – había respondido Jesús, y había hecho algunas comparaciones con momentos históricos anteriores. El resto de los empleados sentía como que iban como en un barco a la deriva, sin rumbo fijo. No había norte al que pudieran dirigirse.
-- ¡Se contradicen en casi todo! – había continuado sus comentarios Jesús; pues así, algunas veces se decía una cosa, y otras se decía lo contrario.
-- ¡Se siente como que no hay rumbo fijo! – había añadido Damián en los pasillos, mientras tomaban el refrigerio a las conversación que tenían Matías y Jesús. Algunos de los empleados, sobre todo Damián, empezaban a manifestar mucha inconformidad, y se quejaban de la falta de criterios firmes.
-- ¡¿Qué estará pasando?! – había preguntado Humb, mientras se llevaba un bocado de pan con jamón y queso a la boca, en ese pequeño grupo improvisado.
En ese tiempo, sobre todo en los últimos seis años, la empresa iba como sin jefe. Había, sin embargo, tres jefes: Silverio, Eugenio, y el propio jefe. El nombre del jefe era Toribio. Entonces eran tres los que mandaban en ese desorden de circunstancias: Silverio, Eugenio y Toribio. Toribio había asignado la responsabilidad de que fueran sus ayudantes los otros dos, Silverio y Eugenio. Así, en las reuniones mensuales se sentaban a derecha e izquierda de Toribio, los otros dos jefes, para representar que eran las autoridades constituidas y válidas.
-- ¡Pero parece que no están de acuerdo! – había dicho Damián a Matías, en plena reunión de un día de esos que se reunieron, en las acostumbradas reuniones mensuales. Matías había soltado la carcajada, pues era evidente la improvisación. En las reuniones Silverio hablaba fijando pautas. Y muchas de las veces, Toribio desautorizaba a Silverio, al decir todo lo contrario. Eugenio parecía sacar partido, a pesar de que muchas de las veces, era más lo que se dormitaba que lo que intervenía. Era cómico ver a Eugenio cabeceando en un forcejeo inútil por no quedarse dormido. Todos los demás lo miraban y no decían nada. El resto estaba de frente en las mesas de madera colocadas una junta a la otra, semejando un óbolo gigante. Todos se sentaban, prácticamente de frente al mesón donde estaban sentados los tres jefes principales. Los tres representaban la autoridad. El resto era los que tenían que obedecer. Pero era reinante la falta de coordinación. Eso hacía que las cosas no andaran bien. Y no andaban bien.
-- ¡Pero en eso no se había quedado en la reunión anterior! -- había dicho Damián -- ¡Si quieren vuelvan a leer el acta de la reunión y verán que es todo lo contrario de lo que está diciendo Silverio! – terminó de completar el comentario Damián, quien en ese maremare de confusión representaba un peligro y una amenaza. Sus intervenciones eran para Silverio y Eugenio un punto desequilibrante. A veces, Toribio sufría ante la idea de que Damián levantara la mano para pedir permiso de participación, en este o aquel otro tema. Damián intervenía muchas de las veces para poner el justo equilibrio. Eso representaba para Silverio y Eugenio un descrédito en sus fijaciones de ideas y de propuestas. Algunas veces, se determinaba hacer esto o aquello en algo en concreto, después de largas justificaciones por parte de Silverio, y con la aprobación, por supuesto un tanto tímidas por parte de Toribio. Entonces, Damián levantaba la mano y demostraba sucintamente todo lo contrario, con razones de conocimientos fundamentados sobre lo que se terminaba de determinar por hacer, y se generaba una confusión de ideas. Esto llevaba a generar un murmullo entre los presentes, que veían y consideraban repentinamente la lógica de las micro-razones de Damián, y ponían en el terreno del cuestionamiento lo decidido en cuestión de momentos inmediatamente anteriores. Surgían opiniones variadas y contrarias después de cada intervención de Damián. Eso obligaba a reconsiderar lo aprobado. Toribio volvía a intervenir, y con ello quedaba en ridículo lo que había terminado de exponer e imponer Silverio. Era cuando el jefe Toribio, hablaba reconsiderando las cosas expuestas, y terminaba dando la razón a Damián, quien representaba, de alguna u otra forma, una amenaza inclusive para el propio jefe, en su credibilidad y respeto de todos los presentes.
Damián, en cierta manera, era el punto divergente. Y no dejaba de ser el desequilibrio en la toma de equilibrio de las reuniones y en algunas cosas de la empresa.
Mateo había sido nombrado, por ese entonces, como secretario inmediato del jefe. Y las cosas comenzaban a cambiar desde esos momentos. Y desde esas circunstancias es que se comienzan a entretejer todos los entretelones de la desgracia de Lucas, y de algunos otros que se habían colocado en frente del poder como contrapartida.
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