Capitulo 1

  


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Estaban reunidos tres amigos, y conversaban sobre la importancia que tenía el número 403 del articulado. Nerio, Damián y Silverio, eran los nombres de los tres que conversaban y discutían.

-- ¡Claro, clarito, como el agua! – estaba diciendo en ese momento Nerio. Y demostraba muy a la ligera su convicción. Su voz era juvenil y alegre, y hacía par con su manera de ser. No llegaría a los 30 años. Tal vez, 27, cuando mucho. Medía 1, 68, y su contextura era regularmente delgada, aunque tenía tendencia a aumentar de peso con facilidad. Su ritmo de vida acelerada le ayudaba a mantener su contextura juvenil. Los años mozos de la juventud hace que todo cuerpo sea bonito. Es la juventud en sí misma una belleza. Y Nerio, gozaba de esa condición, por estar entre los 20 y 30 años. Se le sumaba a ese dato biológico, sus propias gracias y encantos de juventud. 

Los pensamientos de Nerio eran un poco ligeros. Hablaba, sin embargo, con una soltura y propiedad que convencían. Su tono de voz era seguro. Hacía gala de algunos conocimientos, y el solo hecho de que citara con soltura algunos autores, le daba a sus opiniones un respeto especial. A veces, no pasaba de ser, nada más, que estrategia de conversador, que le daban buenos resultados. No encontraba quien le refutara. Y eso le daba una ventaja en todo lo que dijera.

Nerio, en ese momento de su intervención del tema que los ocupaba, estaba mostrándose a favor de las acciones tomadas por la autoridad. Hacía con ello uso de un juego de lazos de amistad, con la persona que estaba haciendo valer sus derechos y deberes, en la aplicación del artículo 403. La manera segura de hablar de Nerio, daba para pensar que, el propio Nerio, era asesor y consejero respecto al numeral del artículo. Los otros dos, Damián y Silverio, se limitaban a escuchar con asombro la exposición de motivos, causas y justificaciones que llevaban a hacer el uso extraordinario de las facultades concedidas. 

-- ¡Está clarito! – volvía a decir Nerio.

-- Lo que lleva a la solicitud y concesión de esas facultades especiales – siguió en su exposición Nerio – es, precisamente, que hay unas causas muy especiales, y muy delicadas. Y se extendió en su hablar. Todo para justificar que se trataba de circunstancias muy concretas.

--- ¡¿Pero, cuáles son esas causas?! – refutaba en su postura analítica, y sobremanera crítica, Damián. 

Silverio, por su parte, escuchaba y se reía nerviosamente. Silverio, a veces, se inclinaba a dar la razón a Nerio; y, a veces, se colocaba en la actitud de cuestionamiento, en la que se mantenía Damián. Cada exposición de motivos, parecían confundir y convencer a Silverio. No se trataba de estar en uno o en otro bando. De estar de este; o de aquel lado.

Silverio, era de estatura, mas bien pequeña. Y era un tanto regordete. Se caracterizaba por su carcajada bullera, y por su astucia en no comprometerse con nada y en nada. De todo momento sacaba su provecho, y todo lo solucionaba con su carcajada, con la que envolvía cualquier situación difícil. Había ocupado pocos puestos en su carrera profesional. Pero se había granjeado, a fuerza de adulación y carcajaditas, buenos escalones en su desempeño, y ahora estaba gozando de una postura social envidiable. Había sido mano derecha en todo, y jamás se había comprometido ni había puesto en riesgo sus intereses. Había desempeñado cargos gerenciales, y en algunos de ellos hubo de tomar decisiones drásticas en contra de algunos súbditos, perjudicándolos laboral y económicamente. Pero, jamás daba la cara, y había hecho parecer que las decisiones las habían tomado siempre los jefes, y que él no tenía parte en nada de esas decisiones contrarias. Y era todo lo opuesto. Aquel que se le interpusiera en su camino en su escalada laboral y de sociedad, los eliminaba costara lo que costara. Siempre había utilizado el subterfugio camuflado de ser obediente a los jefes.

-- ¡Yo estoy siempre para obedecer a los jefes! – decía Silverio. – ¡Ellos son los que mandan!-- decía. En una ocasión, Silverio, había desplazado de puesto a un compañero de una manera ruin. Se había presentado a la administración del gremio donde trabajaba, diciendo que traía una orden para ocupar el puesto que su compañero estaba ocupando. Le había hecho llegar por el servicio de correo especial, una solicitud de carta de renuncia del puesto en cuestión, con la promesa de ser necesaria esa renuncia, para poder hacerle efectivo el traslado a otro puesto de trabajo. El afectado, en su buena fe, y sin poner ninguna pizca de duda en esa carta, había firmado. Eso significaba la renuncia voluntaria al puesto, quedando libre el camino. A los pocos días, el compañero se encontraba retirado, y en su lugar se hallaba Silverio. Igual como siempre, en esa ocasión, Silverio había utilizado las influencias y sus regodeos y había hecho llegar la carta al compañero, de quien quería su puesto y lugar, de manera camuflada. Silverio aparecía como el que obedece. Y eran los jefes los que lo habían determinado. Silverio ya estaba instalado. Había logrado su objetivo. Ese compañero era Damián, con quien se hallaba conversando, junto con Nerio. 

En otra oportunidad, Silverio se había presentado con Mateo, otro compañero de trabajo en la casa de Damián. Y la ocasión había sido que Damián se hallaba quebrantado de salud. Esa había sido la excusa y el pretexto para la visita. Esta vez estaba utilizando a otra persona, porque tenía ya negociado el puesto de Damián, y había ofrecido ese puesto a otro, con la garantía de recibir en los tres primeros meses del sueldo, el cincuenta por ciento de la paga mensual.

-- ¡Buenas tardes! – habían saludado Mateo y Silverio a la persona que había salido a atender la puerta al sonido del trimbre en esa tarde.

-- ¡Vinimos a saber de Damián! – dijo de inmediato Silverio, tomando la iniciativa apenas abrieron la puerta.

-- ¡Adelante! ¡Adelante! – dijo Goi, un señor de unos 78 años de edad, que estaba cuidando de la salud de Damián, y que había pasado toda la tarde asistiendolo. Goi los había hecho pasar adelante, y sin avisos ni protocolos los hizo pasar a la habitación donde estaba Damián dando unos vistazos a unos papeles, junto a su escritorio de estudio. La sorpresa se presentó en que Damián, se hallaba trabajando con toda la normalidad, a pesar de su quebranto de salud, y parte de su trabajo lo podía hacer desde su casa. 

-- Su hermana Rosalinda, que nos llamó y nos informó de su salud. Y vinimos a ver cómo sigue – dijo un tanto sorprendido Mateo al encontrar en buena impresión a Damián.

-- ¡Estoy bien! ¡Estoy bien! – dijo, al recibirlos Damían, a la vez que les daba la mano para darles la bienvenida. A Damián le parecía muy extraño que su hermana se hubiese comunicado con ellos, pues Rosalinda no se encontraba en la ciudad por esos días.

-- ¡¿O sea, que Rosalinda los llamó?! – preguntó un poco desconfiado Damián, sabiendo desde un comienzo que estaban mintiendo. 

--¡Bueno… Dom nos dio el teléfono de su hermana, y nosotros la llamamos para saber de tu salud, chico! – dijo de inmediato Silverio, a la vez que miraba a Mateo, sintiendo que la situación en ese momento se estaba poniendo embarazosa. Fueron transcurriendo los minutos, y Damián para disimular el embarazo del momento, empezó a hablar de generalidades, y los dos visitantes empezaron a sentirse más relajados; pero Damián había ridiculizado a Silverio y a su acompañante, en esa vez. Sin embargo, Damián, se hallaba a la expectativa respecto a Silverio, pues sabía una vez más que, Silverio, estaba utilizando sus artimañas. Y todo volvía a resolverlo con su carcajada bullera, que siempre le había dado buenos resultados. Estaba donde estaba, y tenía el poder que tenía con su influencia, en parte, gracias a esa carcajada que endulzaba los oídos de sus jefes. Y a todos los seres humanos nos encanta sentirnos apoyados y comprendidos. Los jefes de Silverio, siempre se habían sentido lisonjeados y endulzados por las carcajadas bulleras de Silverio. Habían sido para sus oídos, sedientos de lisonja, un manjar de reyes. A ellos les gustaba su carcajada. Y su carcajada le daba sus beneficios a Silverio, quien escasos dos o tres años antes, había descoronado a un contrincante laboral. Lo había llevado a la ruina total, y a la más cruel miseria humana. Había utilizado para esa eventualidad sus mismas estrategias. En ese momento, Silverio había descubierto que no había quien se le interpusiera en sus aspiraciones, y con sutileza había utilizado toda la pesada para acertar el golpe. A su favor hubo una suma de elementos, siempre con la astucia de cambio de color, como lo hace el camaleón. Había utilizado todas las formas y maneras de manipulación, siempre con la eficacia de la carcajada lisonjera y aduladora, para tener todo el poder, y el apoyo del jefe de turno. En su manera, la autoridad inmediata se había doblegado, y todo parecía indicar que se trataba de originalidad y criterio convincentes. Pero no había sido sino pura manipulación con discreción e inteligencia de Silverio. Era Silverio, quien había actuado para dejar sin vida, sobre todo moralmente al contrincante. Se trataba de destruirlo, a toda costa y de aniquilarlo. En eso consistía la astucia y estrategia de Silverio: en hacer parecer que la idea de autoridad venía del propio jefe. Eso a los jefes les daba sensación de ser jefes, y sentían que su autoridad valía en la práctica de sometimiento del más débil. Ese recurso le había dado tantos beneficios y buenos resultados a Silverio. Eran los jefes que mandaban, y había que obedecer.

La situación de esa oportunidad estuvo en el traslado y de cambio de puesto de trabajo de un súbdito. Se trataba de Alber, en esa vez. Todos lo conocían por su eficiencia laboral, y por su alegría. Alber tenía también una gran influencia en los jefes, y muchas veces los jefes buscaban en todo su opinión. Era un hombre muy práctico y con un gran sentido del orden. Donde Alber ponía su mano, todo adquiría una pulcritud especial. Todo brillaba. Alber era amante de las cosas bien hechas, y no mitigaba esfuerzo y contacto para hacer que todo estuviera bien. Era esa su gran característica en su personalidad avasalladora y contagiante. Los jefes no hacían nada sin consultar a Alber. Eso mismo venía molestando a Silverio, desde hacía unos tres o cuatro años. Eso le estaba entorpeciendo su escalada. No se podía negar, por otra parte, que esa manera de trabajo de Alber opacaba a Silverio, quien era, en contraposición con Alber, de poca iniciativa. Dependía de las ideas de otros, y su imaginación no daba para ser en nada emprendedor. Era el espíritu emprendedor de Alber, lo que entre otras de las cosas, tenían bastante perturbado a Silverio. La ocasión se presentó con la oportunidad de cambio de lugar de trabajo, ya que Alber se había negado a aceptar el cambio que le proponían. 

-- ¡Eso no es justo! – decía Albert – ¡Me merezco un mejor puesto! -- Alegaba que no era justo, y por razones de justicia, no accedería a dar cumplimiento. O, era mantenerse por algunos años más en el puesto que venía ocupando; o era ser trasladarlo al siguiente puesto en la escalada social y laboral del gremio, al que pertenecían. Pero eso hubiera sido un peligro y una amenaza para las aspiraciones de Silverio. Esa fue la oportunidad para que Silverio volviera a sus estrategias y telarañas en su finísimo comportamiento.

-- ¡Lo voy a agarrar bajito y mansito! – se había dicho Silverio, y desde ese momento había empezdo a no dar descanso, y con la misma manera que un gato se aproxima a las piernas de su amo, para mostrarle su sumisión y ronroneo felino, a veces fastidioso pero certero…de la misma manera, Silverio, había empezado a ronronear a su jefe. Se trataba de la oportunidad. No había segundas oportunidades. Y, por nada, la iba a dejar pasar. 


 


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