Capitulo 8
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La bala que es disparada hacia el aire, sale con una fuerza que supera la velocidad de la luz. Las nuevas armas disparan con más velocidad superando a las anteriores. La bala sube con una intensidad y velocidad tan grandes que perfora todo lo que encuentra a su camino, empezando por el aire y el espacio por donde pasa. La bala deja atrás el zumbido que hace esa pequeña combinación de acero. Nada se le opone en su trayectoria y si un cuerpo material en cualquiera de sus variadas manifestaciones se encuentra a su paso, es traspasado sin clemencia. Sería el espacio y el aire las primeras victimas de ese impulso demoledor y desbastador que lleva el pequeñito envoltorio hecho para matar. La fuerza inicial es de tan gran fuerza que el pequeño bulto de acero no tiene otra posibilidad que salir impulsado a surcar los aires. Si tuviera animación propia, se podría decir que se trataría de un viaje alegre y divertido en una superación de todas las fuerzas “G” conocidas por cualquier aparato de medición inventado por el hombre, equivalentes a la experiencia vivida por los astronautas en su trayectoria inicial del arranque ensordecedor del cohete espacial. Y hasta se podría decir que la bala en ese viaje espeluznante se estaría divirtiendo de manera sorprendente. Pero es inanimada su trayectoria, tan sólo por el estruendo del impacto explosivo que lo impulsa a cortar aire y espacios en una vorágine de velocidad letal para todo lo que encuentre en esa línea recta ascendente, en el caso de que haya sido disparada hacia las alturas, en un disparo al aire. Pero todo tiene su punto muerto, aún para la bala lanzada al ir contradiciendo toda ley física, al superarla con la velocidad. Este punto muerto es el comienzo de la otra ley que la complementa, al perder todo el impulso que la empuja, y comenzar otra ley, la de la atracción que busca absorberla para devorarla, igualmente, al recibirla otra vez en el suelo, de donde salió. Pero ahora ya no en la boca del arma que la disparó violentamente, sino en el duro suelo que la recibe con la dureza de la ley de la naturaleza que explica su movimiento. La misma fuerza que la llevó a surcar los aires, rompiendo todo a su paso; esa misma fuerza la atrae por ley física en un descenso, igualmente vertiginoso, superador de toda percepción visual, sino por la confirmación de un impacto seco y hasta rebotante como resultado del impulso inicial, que ahora es punto muerto. Ya el trabajo en el recorrido se ha cumplido. Trabajo que comienza por la explosión y el retumbe de un sonido seco que expresa el choque de los hierros y aceros trabajados para contener y ejercer el encargo de hendir las distancias y los espacios. Y trabajo que termina con el sonido menos estruendoso de su inicio, al caer y chocar con la superficie que lo espera para determinar la finalización de su objetivo. El zumbido en el transcurso también es parte del trabajo que complementa el sonido del inicio y del final. Nadie se alegra por la caída de la bala en el suelo. Todos se alegran y hasta se alborozan por la salida de la bala del arma que la contenía. Todos temen el sonido seco de la salida. Pero todos anhelan ese disparo, por el ruido y por el efecto que eso implica. Nadie se ve alegre cuando esa misma bala cae seca y torpememente en la dureza de un suelo que es finalmente el blanco conseguido, y que también recibe la hendidura de la fuerza provocada por la fuerza inicial y completada por la fuerza del punto muerto, en caída descendente y demoledora. Y, así, la concha que contenía y envolvía la pequeña maza de acero pasa a ser desperdicio inmediato, apenas se realiza la acción del disparo. Para nada sirven ya la concha que contenía la bala en su punta, y la pólvora en su otro extremo. Porque la punta que va a realizar el viaje no se explica ni se entiende si no existe un pequeño envoltorio de pólvora, que provoque la explosión. Como tampoco se entiende la pólvora, si el estuche que los contiene no posee en el otro extremo la bala que va a salir a romper los espacios y los aires. Eso en el caso de que la bala vaya ser disparada hacia las alturas o hacia los aires, de manera aparentemente inocente que la de la diversión, o de carácter festivo o deportivo. Porque, aún así, todo implica y exige una razón, así sea sin intención premeditada, o más aún de segundas intenciones. Entonces, la concha de la bala ya no tiene otra función que la de convertirse, desde ese momento, en una pieza de museo o de exhibición. Pero es la muestra de que una bala fue disparada. No se podrá hablar del espacio recorrido por la bala, ni de los efectos provocados en su trayectoria, ni de cuantas leyes físicas haya roto en su camino, o si se confirman o se niegan algunas leyes de la lógica o de la físca cuántica. De eso no se puede hablar, porque se escapa a toda medición. Sin embargo, ahí quedan la prueba y el testimonio de que una bala ha sido disparada, en el testimonio fehaciente de una concha vacía que ya no tiene sino indicios de que alguna vez contuvo alguna cantidad de pólvora. Y la comprobación es completa al faltar en el orificio del otro extremo un punto que cierre por completo el estuchito que hacía un conjunto de un equipo hecho para trabajar juntos. Ya no sirven, ni concha ni resto de la bala, sino para testimoniar que hubo un disparo y un supuesto recorrido de distancias; además de ser piezas de colección. Sin embargo, la bala después del descenso de la caída, después de haber alcanzado su punto muerto en la subida, al caer no cae ni siquiera un poco cerca de donde fue disparada. Cae distante de su punto de salida. Y puede hacer estragos en su caída, ya que puede caer en el techo de alguna casa, o perforar alguna puerta, o caer en la cabeza de algún transeúnte desapercibido y sin ninguna participación en el motivo del que haya hecho el disparo al aire, ya por ahuyentar, o ya por cualquier otra motivación.
Aparentemente no hay ningún daño en un simple disparo al aire. Nada parece resultar perjudicado de ese sencillo acto. Pero hay muchos daños colaterales. Para empezar un sonido seco que hace que los que los escuchan se sobresalten y se asusten. Después la incertidumbre del destino de esa trayectoria conlleva una zozobra y una angustia, pues no se sabe qué pueda ocurrir, o qué pueda estar ocurriendo en ese mismo momento. Luego, queda el olor de la pólvora que invade ese pequeño lugar. Y por último, hay que esperar las noticias de si esa bala ha hecho algún estrago. Eso supone la espera del tiempo de noticias.
Las palabras de Toribio eran la bala disparada. Había que esperar todos los efectos, desde la misma salida, con todo su recorrido hasta el punto muerto, y después el descenso…
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